Freddie Mercury… recuérdalo, imagínalo… desde su body ceñido y negro cortado en la cintura, su barniz de uñas negro y su postura de principios de los setenta (un Barishnikov, un semental, un sátiro, un centauro), hasta los cabellos cortos, el bigote gay, la ceja alzada con ironía, el armiño y la corona de mediados de los ochenta.
Acto seguido haz una reverencia sintiéndote indigno, si es lo que deseas. O niega con la cabeza alzando los ojos al cielo si te parece demasiado. O si lo que ves de alguna forma da en el blanco, sólo ríe y llora y canta a coro.
No podías ignorar a Freddie Mercury. Incluso cuando era un don nadie sin nada que decir, aquel hombre tímido y reservado era capaz de pasear por King's Road, en Londres, vestido con un traje llamativo de terciopelo rojo y piel de zorro, como una estrella, y todo el mundo se preguntaba: ¿oye, quién es ese?
Aunque una nueva versión del grupo ha salido de gira en los últimos años con el cantante Paul Rodgers a la cabeza, el magnetismo de Mercury es el sine qua non de la inmortalidad del rock and roll excéntrico de Queen.
El grupo estaba integrado por cuatro músicos aplicados y llenos de ambición, todos los compositores talentosos y cada uno autor de al menos una canción de éxito, pero nunca habrían ocupado un lugar tan importante en la memoria cultural sin su catalizador, su espoleta: Freddie Mercury.
No sorprende pues que mientras May, Taylor y Deacon crecieron en un suburbio de Londres, un pueblo llamado Cornwall y Leicestershire, respectivamente, el ajado Mercury llegara volando desde Zanzíbar.